Eduardo Eschoyez / [email protected]

Ver a los dos en la condición en la que se encuentran sigue causando sorpresa. ¿Acaso se olvidaron de jugar? ¿Los únicos culpables son Anzarda y Gareca?

Nunca tan oportuno ganar un clásico, para darle aire a la campaña de dos equipos concebidos para pelear arriba y que cuentan monedas del medio para abajo.

No es fácil comprender qué pasó y pasa con Instituto y Talleres, porque los dos tienen buenos jugadores, incluso algunos con experiencia en Primera División y varios con roce y chapa en la B Nacional. O sea, lo suficiente para suponer que tenían que "andar bien" en una divisional donde todos corren y ponen, y algunos pocos se muestran aptos para jugar.

Hoy, ver a los dos en la condición en la que se encuentran sigue causando sorpresa. ¿Acaso se olvidaron de jugar? ¿Los únicos culpables son Eduardo Anzarda y Ricardo Gareca?

La treintena de jugadores utilizados de un lado y de otro testimonia la incertidumbre de los entrenadores, a partir de un estado que podríamos definir como insatisfacción. Es cierto que la búsqueda y la rotación pueden revelar inseguridad en el que toma decisiones, pero a las pruebas nos remitamos: ¿se puede alcanzar un funcionamiento colectivo de alto nivel cuando en la cancha cuesta una barbaridad no darle la pelota a los contrarios?

Este clásico no es decisivo, aunque todos sabemos que lleva consigo, como todo derbi, una carga psicológica insoslayable. Salvo Eduardo Manera, cuando dirigía a Talleres en 1990 y creyó que jugar contra Belgrano era un partido más (la "T" perdió 3-0 y Manera se tuvo que ir), cada clásico supone un valor agregado. Para afirmar algo logrado o detener una pendiente. O para determinar el agotamiento del crédito, como puede pasarle a Anzarda o Gareca. O bien, una gran ocasión para dar el golpe de efecto que despierte a uno de los dos.

Por eso, un clásico es lo mejor que les puede pasar a Instituto y a Talleres. Todavía hay tiempo para reaccionar. Sólo es cuestión de intentarlo.