En la columna Desde Adentro, un análisis de las razones futbolísticas por las que Talleres puede ganarle a Boca en la final de la Copa Argentina.

Serán privilegiados los jugadores de Talleres. El miércoles próximo participarán del acontecimiento ambicionado por cualquier futbolista. Sentirán esa sensación tan especial y única al jugar la final de la Copa Argentina con Boca Juniors, el adversario cuyo prestigio marcará el nivel de la fiesta.

Será fiesta para los albiazules. Será el premio al esfuerzo y al profesionalismo, tanto deportivo como institucional. Será volver a vivir lo mejor de su historia, a 43 años de aquella celebración trunca en La Boutique, y a 22 años de aquel cabezazo matador de Julián Maidana en el viejo Chateau Carreras.

Aquel Nacional en enero de 1978 y esa Copa Conmebol en diciembre de 1999 fueron los picos emocionales en el derrotero de un club que tanto llegó al cielo como al infierno. Sumergido hasta la cintura hasta hace poco más de un lustro en su propio pantano, nadie podía pensar semejante resurgimiento. Aquel tobogán construido por los equipos de esta ciudad en los comienzos de la década de los 90 parecía no tener final en barrio Jardín.

Pero todo es posible en el fútbol. Si en los últimos 50 años se pudo pasar de la ropa ajustada y el pelo largo al uniforme bien suelto y a la artesanía del peluquero; si ya los botines rosas o con otros colores estrafalarios no producen la conmoción de los botines blancos del Negro Gómez, jugador y campeón con Quilmes en el Metropilitano en 1978; si ya las nuevas generaciones de hinchas dudan sobre cuál es la camiseta original de su equipo ante tantos modelos distintos, como no se le iba a ensanchar la espalda y a redondear los bíceps a una entidad cuyos equipos, en las buenas y en las malas, y hasta en las muy malas, tuvo la virtud de mirar siempre el arco rival aún con el arco propio lleno de goles.

Pero cuidado. Este Talleres de Alexander Medina, a esta hora, al menos en la Copa Argentina, parece haber aprendido la lección. Tras una temporada en la que ofreció más de una inocencia y alguna otra candidez, ante Godoy Cruz siempre miró el arco mendocino, y aunque pasó algún sobresalto, nunca se abandonó al candor.

Fue superado en calidad en la elaboración de juego, pero nunca en espíritu de lucha y en convicción. Protegió su valla y respondió bien en defensa; corrió mucho en el medio campo y no perdió el orden colectivo. Fue desprolijo cuando salió de la trinchera para atacar, pero aprovechó al máximo la gentileza de su rival.

El tono épico de la final ante los xeneizes exigirá a la vez una dosis de sabiduría para frenar el tiempo y ponerse a pensar. Entre tanta vorágine, un pase profundo, una asistencia precisa, una explosión de habilidad pueden liquidar el pleito.

Eso es lo que le está faltando a Talleres. La ausencia de un abastecedor de pelotas dejó huérfano en el estadio Juan Gilberto Funes al cada vez más consolidado y querido por los hinchas, Michael Santos. La mejor habilitación hacia él surgió de Diego Valoyes, el todoterreno colombiano que desdobla su energía para atacar y defender, cuando podría ser un permanente foco de peligro para el adversario si estuviera en posición de ataque permanentemente.

Una conexión entre ellos derivó en el penal que convirtió el flamante integrante de la selección Colombia. Ante la ausencia de un “10″, sin la plenitud de Héctor Fértoli y de Diego García, y con la juventud todavía efervescente de Juan Cruz Esquivel, Talleres se apoyará en lo que ahora, más que nunca después de lo mostrado en San Luis, es su fuerte: la convicción para cumplir sus sueños. Si la vuelve a mostrar en tierras santiagueñas, el orgullo de pertenecer estará respetado.

Si alguien o algunos aportan un poco más de sí, la ilusión será posible. Y la vuelta olímpica será habrá concretado.