Por Eduardo Eschoyez l De nuestra Redacción.
[email protected]

Peor no podía irle a Talleres. Terminó vacío de esperanzas y expuesto a sus miserias. Mientras los jugadores se iban y llovían los insultos, ya con la derrota 2-0 contra Chacarita consumada, desde la platea alta algunos eligieron mostrar su desencanto tirando cosas.
La caravana venía y los jugadores iban pasando. Una radio picó al ladito del entrenador Roberto Saporiti. Una botella de plástico, llena en segundas nupcias, pasó de largo como el A5. Pero el que tiró una manzana acertó: le pegó al DT entre el hombro y el cuello. Lo planchó. Los pedacitos de manzana salieron en todas direcciones haciendo temer algo peor que el susto que finalmente sufrió Saporiti.
¿Qué pasó? ¿Es posible que todo haya salido tan mal de nuevo, como el sábado contra Chicago? ¿Cuál es la distancia entre la pasión que emociona y llena estadios, y la locura de los tipos que sólo conciben la realidad cuando alguien tiene la culpa?
Ayer, en el Chateau, la cobarde agresión a Saporiti fue el broche digno a una secuencia de imágenes diseñadas por el enemigo. Otra actuación decepcionante; la derrota lapidaria en casa, que obliga casi a un milagro en la revancha en Buenos Aires;la sensación de que a algunos jugadores de Talleres sólo les importa salvarse ellos, aunque el equipo sea una lágrima.

Sin color ni calor
Segundos de juego, iban. Tanto se demoró y dudó Baroni en un despeje, que Colman lo apuró y encontró la pelota que le permitió abrir el marcador.
Algunas cosas en el juego de Talleres comenzaron a ser inevitables; otras, inexplicables. Su fútbol careció de color, de imaginación, de precisión. Tampoco tuvo la capacidad de reaccionar desde el temperamento.
Saporiti puso en la cancha lo que tenía para darle forma a un Talleres ofensivo al máximo. Aceptó correr riesgos atrás para llevar el juego adelante. Tres defensores, Cabrera y Lázaro por afuera; Felicia y Franco por el medio; Coria, más Plana y Leguizamón como puntas. Muy poca marca para confiar en el manejo y en el desequilibrio arriba.
El gol de Chacarita abrió una dimensión en la que todo fue problemático para Talleres. No logró dar dos pases seguidos bien. Se equivocó siempre. Se movió con torpeza y lentitud. Y, como si hiciera falta algo más, Sebastián Coria y Luciano Leguizamón ratificaron que siempre es más importante una gambeta de ellos que levantar la cabeza. Crisis pura.
El 2-0 llegó por lo mal que jugaba Talleres, más que por un mérito del Funebrero. Parra llevó a Malagueño a la rastra, quien le hizo penal, ley de ventaja, pase y gol de Toledo.
Los cambios no pudieron cambiar nada, salvo marcar el fin de la paciencia de la gente con Saporiti. Quiso cambiar la parsimonia de Franco por la celeridad de Rivadero, y sólo logró perder al jugador que mejor entendía el juego en el caos.
La expulsión de Coria puso a Talleres a borde de una goleada catastrófica: Chacarita desperdició cuatro chances nítidas.
El aliento de la gente (unas 10 mil personas), en el final, fue una editorial. Fue para los que se pusieron la cara y corrieron. Para los que no les mintieron. Para los que hicieron lo que pudieron.