Pablo Guiñazú en una selfie con un hincha de Talleres. Su imagen tatuada en la piel de otro hincha; y un simpatizante de Belgrano (que podría ser de cualquier otro club), en otra foto, también...

Pablo Guiñazú en una selfie con un hincha de Talleres. Su imagen tatuada en la piel de otro hincha; y un simpatizante de Belgrano (que podría ser de cualquier otro club), en otra foto, también acompaña su rostro. Esa es la manera abierta e imperial con la que el capitán está desandando los últimos kilómetros de su prolífica carrera.

No él, sino la biología, lo está llevando a ese lugar. El nacido en General Cabrera quizá esté haciendo su última pretemporada como jugador de fútbol. Y es inevitable relacionarlo con lo mejor de Talleres en su historia. Con aquel equipo indescriptible de 40 años atrás, pleno de habilidad y de goles, casi campeón, domador de fieras hasta entonces inaccesibles, cautivadas por la magia de un juego que, aún sin un título, quedó en la historia.

Guiñazú hubiera jugado sin pestañear en aquel Talleres. Podría haber tocado la pelota con Ludueña y Valencia; la podría haber recibido de Oviedo o Galván; y hubiera habilitado a Bocanelli, a Reinaldi o a Alderete. Él es de aquella estirpe. Como aquel gran equipo que era seguido por multitudes, traspasó fronteras, derribó muros, aniquiló prejuicios.

Como a ese Talleres de Labruna y Saporiti, a Guiñazú lo miran y lo admiran los que tienen puesta otra camiseta. Quizá ahora lo hacen por televisión en vez de ir a la cancha como sucedía antes. Para el caso es lo mismo, porque se sabe que el hincha tiene su orgullo, tiene sus límites, pero cuando el fútbol y ciertos valores relucen en otros colores, se cotizan como propios.

Como símbolo de esta reciente etapa, Talleres debería recompensarlo con un ejercicio de reciprocidad. Después de haber caminado en el fango en un Federal A; de haber cruzado más de un desierto en una B Nacional, su paulatina salida de las canchas debería ir acompañada de mucho público y de una oferta más atractiva. Después de aquel medio campo con "Bebelo" y Gil, de aquel ataque con Palacios y Menéndez, aun con algunos relumbrones en tiempos más recientes, la paulatina degradación de la propuesta coincidió con la partida de aquellos compañeros y la transición Kudelka-Vojvoda.

El que viene es un buen momento para que eso suceda. Sino un océano, los albiazules deberán sortear un río bravo. São Paulo lo espera. Si sigue con vida deberá jugar otra doble final. Y si llega a la otra orilla no se habrá salvado. Habrá logrado nada más (y nada menos) que ingresar en zona de combate.

Este complicadísimo tránsito por la Copa Libertadores irá acompañado por las exigencias de la Superliga 2018/19, de la Copa de la Superliga y de la Copa Argentina. Su regreso al máximo torneo continental se producirá 17 años después de aquella presentación en el estadio Azteca (6 de febrero de 2002), en la que cayó 2-0 frente a América de México. Serán meses muy agitados, de mucho nervio, pero también de mucha esperanza.

En ese contexto, sin llegar a ser el muy buen equipo que fue hace nada más que dos años, sería bueno que su nivel esté a tono con las circunstancias. Jerarquizaría a la institución, provocaría el regreso masivo del simpatizante al estadio Mario Alberto Kempes y serviría, por qué no, de homenaje a quien habiendo satisfecho todas sus necesidades como futbolista, descubrió un espacio para que en el final del camino, pudiera darlo todo por el club de sus amores.