Amor futbolero. Ella es de Talleres y lo sigue a todas partes. Él es de Instituto. Marta y Alberto, 43 años de matrimonio: una historia qué contar.

Un teléfono está en Santiago del Estero. El otro en Córdoba capital. Los mensajes van y vienen. Es la introducción a una historia de esas que pegan en la aorta. De esas que calientan la sangre como el almíbar escupiendo vapor.

Marta, la esposa, está en el norte argentino. ¿Solita? no, con su Talleres. Alberto, después de una tarde alegre por su enorme Instituto en Alta Córdoba, escucha la radio para saber que en Santiago no pasa nada que lo preocupe.

El amor es como una cebolla. Hace llorar casi siempre, pero tiene interminables capas que se renuevan hasta terminar en el corazón. Ésta es una historia de amor. De llanto. Pero también de la necesidad de estar unidos para salvarse a sí mismos. Aún en las diferencias de los colores hay coincidencias inquebrantables. Quizás sea una maniobra distractiva para acopiar sus fuerzas y empujar.

Marta Melgarejo tiene 64 años y es maestra particular. uno: Amor incondicional a Talleres. Dos: Segundo amor a su marido.

Ese hombre es Alberto Lottersberger, de 65 años. Mecánico. Santafesino, pero hincha perro de Instituto. Casados, con hijos. 43 años de amor matrimonial, 43 de desamor futbolero.

Pero no todas son rosas. Y eso hace que esta vida que llevan tenga otro trasfondo. Hay un ejemplo de un amor mucho más allá del matrimonio y de los colores. Es una conmovedora muestra del bancarse. De ser una aleación indivisible porque el destino ha sido un guante de box de cemento que noqueó sin llegar a matar.

Esa piña aún dura, tras más de dos décadas. Y hay un corazón inquebrantable, de titanio. Desde el ‘88 que Gustavito, uno de los dos hijos que Marta y Alberto, no está. La vida se le fue sobre una moto. Y la crueldad del recuerdo es parte del sobrellevar esa carga, esa historia. A sus 19 años se apagó para siempre y le quedó el peso de su ausencia a Maximiliano (que tiene 28) que es hincha de la T, como la vieja.

“Es la vida. A mí me salvó mi marido, mi otro hijo y Talleres, mi Talleres querido” cuenta Martita a Día a Día. Lo dice con una sonrisa delicada, como la de los santitos brillantes de las iglesias. Hay mucha tristeza en esa frase. Y Alberto lleva también su dolor con dos diques de contención detrás de sus ojos. Las lágrimas se repiten en una frase. Pero a la otra hay que secarlas. La historia de gaste por ser uno de Instituto y el otro de Talleres fue acordada desde antes de los anillos.

“Tenemos un pacto de no agresión”, cuenta Alberto. “No, no tenemos nada que discutir de eso. ¿Qué van a discutirme los de Instituto?”, tira desafiante Marta. La paradoja es que Martita vivió en esa casa toda su vida. Y la morada está en el microcentro de Alta Córdoba. “Je, los pibes de los Capanga (una de las barras de la Glo) me discuten, con respeto, pero los atiendo, no tengo problemas. Todos vinieron a tomar clases particulares cuando eran chicos”, recalca.

Recién llegada. En la tarde del sábado, hace una horita que Martita llegó de Santiago. Su marido la esperó y siguió con su Gloria. “Cómo estamos con Dybala. Cómo juega ese pendejo. Ya lo vendieron, ojalá que le vaya bien”, dice. Marta lo chicanea siempre. No se le cae el Talleres de la boca jamás. Y dale con Talleres.

La banca de Alberto es tan grande, tan enorme que la ayuda a armar su lugarcito en la casa. “Ella anota todo, lo sigue a Talleres por todos lados y nos acomodamos para que ella pueda viajar. Así fue durante los últimos 30 años”, agrega Alberto. ¿Se pudo convivir? “Claro, hasta el otro día con mi hijo y mi nuera me regalaron una camperón de Talleres”, lanza Marta otra vez.

“Jajaja, y claro, con el frío que tienen ustedes ¿qué te íbamos a regalar?”, le refriega Alberto.

Y ahí no para. Marta lo cachetea con la Conmebol, el ascenso y la Libertadores que jugaron. Da para largo. Cuando hay amor, todo se puede. Ahí, en ese lugarcito hay mucho más que un corazón hecho pelota. Un lugar donde se anudan las gargantas. Un lugar donde se enseña gratis cómo es saber quererse.

Mi enfermedad


Si no fuera por su marido, a pesar de que es de Instituto, ella no podría tener todo lo que hoy tiene. La historia del desamor de los colores los une en otros ámbitos.

Pero Alberto Lottersberger, el esposo de Marta Melgarejo, es uno de los pilares fundamentales para entrar en ese micromundo de recortes en colores azules y blancos. “Este es mi búnker. Acá están todas mis cosas. ¿Para Instituto? No hay lugar. Es todo de Talleres”, le dice Marta a Día a Día entre una treintena de cuadernos llenos de recortes de diarios La Voz del Interior de la década del ‘70, algunos medios que ya no existen como Panorama Match y Al Toque!. Y los más nuevos como Día a Día.

Recortes de las revistas partidarias también una atracalada de pósters, camisetas, vasos, copas, banderitas y hasta una camisetita de Huracán de Tres Arroyos.

“Ah, esa me la regaló un nenito de allá. Nos vio cantando, se me acercó y me la dio. La tengo acá, es un hermoso recuerdo”, cuenta Marta que sorprende por su contracción a las estadísticas, a tener separados bien cada uno de los cuadernos, los de los torneos, los de Primera, la B y las copas. ¿Y el Argentino A?

“Te das cuenta que no podemos hablar con ella, estamos en otra categoría”, le pasa el lustre Alberto debajo de su camiseta albirroja y señala el almohadoncito de Racing Club porque le simpatiza la Academia de Avellaneda. “Es un dolor tremendo el de Talleres en el Argentino A. La verdad que duele mucho. No veo las horas de que salgamos de ese lugar”, remarca y su marido la chicanea: “Agreguen otra estrellita a la camiseta así son tres, una por cada temporada en el Argentino, jaja”.

Y ella ni se inmuta y cuenta una historia increíble: “En los viajes me hice amiga de varios salteños y me nombraron madrina de la filial Salta. Viajo todos los años”. Y muestra orgullosa la bandera de Salta y un sombrero de cuero espectacular. No para Marta que en su pequeño museo saca camisetas, souvenires y hasta un carnecito que lo guardó porque tiene el escudo de la T. “Sí reconozco que mi marido me regala siempre alguna cosita de Talleres. Cuando él ve algún vaso, o algo con azul y blanco me la compra”, arremete.

Y la anécdota es inevitable, la del ascenso de 1994 cuando la T le ganó la final a Instituto: “Me fui con amigas. Él se compró una bocina enorme y se fue con los suyos. Cuando volvía a casa después de festejar a lo loco, el barrio (Alta Córdoba donde viven) era un cementerio. Muditos todos. Y Alberto sentado al fondo de la cocina viendo calladito una película, qué se va a hacer ¿no?”. Entrañable, por donde se la mire.