Broncón. A Talleres lo mordió una víbora en el desierto y se fue amargado en el final.

Cuentan viejos historiadores del fútbol, que en algún tiempo, ahora hecho polvo, una tarde un equipo llamado Talleres se atrevió a desafiar el desierto. Que se expuso a los fulminantes rayos del sol chamuscando la piel, al borde de la deshidratación y que por poco logra sobrevivir a la mordedura de una víbora venenosa. También dicen que lo tuvo todo y que, a poco de llegar al oasis, volvió a ser atacado y ya no pudo levantarse de nuevo.

Así fue la historia de Talleres en un 2-2 que dejó bocas sedientas y almas chamuyando a la pena. De movida, el escenario del Chateau, ahora devenido en Mario Kempes, le propuso un cielo limpio, para que el astro rey asediara sin clemencia. Poco a poco, los hinchas iniciaron la procesión hacia ese páramo de hormigón, sin importarles el calorón que secaba gargantas y derretía hielos de bebidas etílicas.

Y ese ambiente de altísima temperatura también se trasladó a la gramilla. Lanzado a la aventura de certificar su chapa en condición de local, el albiazul lo buscó de entrada. Pero al rato comprendió que no la iba a tener fácil. Fue como que todo iba a costarle el doble. El síntoma fueron los músculos a una velocidad menor, con el tedio de ese viento cálido que le voló las ideas futbolísticas a una escuadra que quería alejarse aún más en las altas cumbres del campeonato.

Sin embargo, ya no se podía volver atrás. El viaje ponía en frente a Desamparados de San Juan, otro escollo en el sinuoso y criticado Argentino A. A lo lejos, Héctor Arzubialde, el comandante de ese grupo de aventureros, daba indicaciones que irrumpían nítidas en el Chateau, sintiendo el rigor de la jornada en su rostro agrietado y paspado.

Uno de los documentos que ha quedado, indica que ese equipo estaba integrado por un polaco. Pareciera un dato inverosímil, ya que aquella jornada parecida al infierno, no podía tener a un hombre acostumbrado a las latitudes del frío. Pero él, con la frente sudada, cayéndole en sus hombros una melena de gladiador incansable, fue de atropellada para darle el sorbo de agua que Talleres ansiaba. Fueron apenas unas gotas que calmaron las dudas propias y que sufrían los mortales en las tribunas hirviendo.

Trascendió a través de los años, que un transeúnte que decía ser árbitro, se apiadó de los hombres y les dio agua para que pudieran continuar la travesía. Quedan algunas expresiones de Arzubialde que manifestó “que la temperatura había influido para los dos y que era complicado jugar así”.

Con el transcurrir del partido, Talleres se acomodó a las inclemencias del tiempo, las propias y a las de un tal Matías Garrido, un batallador que generó zozobras en la defensa local.

Pronto vendrían las malarias que acechan en los viajes por los territorios yermos. Y la T contrajo la del “mal de contundencia”, que iba ser fundamental. Pero no le importó nada, o en realidad fue que los hombres se transforman en grandes hombres cuando transforman las adversidades en virtud.

No obstante, el sol obstinado en deshidratar los cuerpos, hizo mella en el vértigo de las piernas y las gambetas. A todo esto, una víbora sanjuanina había aparecido en el camino y Talleres conoció la amenaza del desierto.

Y se sabe, que para llegar al final del camino, hay que luchar. Y allá fue convencido pero no pudo. El “mal de la contundencia” había afectado a Sacripanti, otro poco a Riaño y la peste iba a durarle hasta el final de un partido dramático.

Desamparados, el víbora, vio a Talleres indefenso y lo mordió cuando los hombres albiazules miraban a lo lejos el destino deseado: la ciudad La Victoria. Fue un cimbronazo que recorrió las entrañas de los hinchas, que a esa altura sentían la sangre espesa, pese a la piedad de bomberos tirándole agua de alguna extraña napa.

Aún con la herida, los de Arzubialde no perdieron la cordura y, en un acto desesperado para esquivar la muerte, fueron a buscar la revancha. Y allí Riaño, ese pibe en principio sin tantas batallas, se transformó en el antídoto para contrarrestar los efectos del veneno impiadoso.

Otra vez apareció la ilusión y la brújula derretida por la temperatura. Se creyó que Talleres iba a a llegar al oasis que había soñado. De nuevo la ciudad de La Victoria a pocos pasos. Y, relajado, quizá por el cansancio derramado, se descuidó un instante, y la víbora todavía tenía fuerzas para morderlo una vez más. Ahora con clase, a través de un tiro libre tremendo, que iba a doler demasiado.

Lo que siguió después fue un silencio lastimado, que tiró por la borda el esfuerzo y el trabajo.

Hay vestigios, ya borrados por los años, de jugadores agarrándose la cabeza en medio de un desierto tedioso, y allá, sobre un costado, a Arzubialde pateando una botellita que ya no tenía agua. Fue la última imagen de los hombres desamparados en un desierto calcinante.